Hoy, en uno de mis viajes en autobús de idas y venidas de la emergente rutina, he tenido tiempo para pensar. Puede que no sea agradable ese tiempo muerto considerado innecesario pero, en muchas ocasiones, puede llegar a ser el momento en el que más tiempo tengo para poner en orden todas esas cosas que se arrastran por mi cabeza. Y, poco a poco, serpenteando, ha llegado hasta mí una interesante historia:
Se trataba de un hombre, un peculiar hombre. Era fuerte y grande, sus toscos brazos eran capaces de levantar las más grandes cargas y de volver del revés cualquier insolente expresión. Sin embargo, era alegre y bonachón, como suelen ser, en muchas ocasiones, todos esos pequeños grandotes.
Siempre había caminado poco a poco, eligiendo con cuidado sus pasos, pues no poseía la agilidad de la que otros hacían gala y, quizá, tampoco era tan sagaz, pero aquella persona jamás había cesado en su intento por prosperar. Con el coraje por bandera y la superación por cántico siempre había conseguido vencer sus despropósitos.
No obstante, con el paso del tiempo, el camino se fue complicando a medida que su vida fue tornandose en cambio. Y es que nunca es fácil aceptar que las cosas ya no son como eran. El gran hombre comenzó a perderse en su propia mirada y empezó a pensar, desafortunadamente, que el camino que recorría ya no le llevaba a ninguna parte. Comenzó a detener sus pasos y a mirar hacia otro lado. Ya no poseía ese arrojo de antaño que le llevó a la prosperidad y comenzó a caer en una espiral de indolencia.
Ese colosal y, a la vez, frágil hombre ha pasado desde entonces sus días embarcándose en pequeños senderos que, por determinadas circunstancias, no se ha visto capaz de recorrer hasta el final. Sin embargo, un pequeño detalle puede hacerle recordar esa fuerza que, tiempo atrás, le llevó a cumplir sus esperanzas, a realizar sus sueños.
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