Las ansias de conocimiento, el frenético deseo de saberlo todo, soñar con ser el dueño de cada idea y pensamiento de la humanidad. Se trata de una de las mayores metas que cada persona ha tratado de alcanzar desde que el mundo es mundo. No verse sorprendidos por nada y preveer cada situación antes de que suceda.
Cuando surge ante nosotros algo desconocido, comienzan a asaltarnos las dudas: ¿qué sucede? ¿qúe es eso? ¿qué va a pasar? Entonces surge la necesidad de poner fin a ese mar de incertidumbres. La única forma de conseguirlo reside en saber lo que pasa en todo momento. Solamente así, podremos detener nuestra insaciable curiosidad.
Pero puede que, entonces, descubras que las cosas no eran como tu imaginabas, que te decepcione saber que, en verdad, no son como parecen. Tus deseos de conocimiento te han llevado a destapar la verdadera naturaleza de las cosas. La realidad ni es justa ni atiende a razones, se basa en un profundo caos. De esta forma, tu pedestal de barro quiebra mostrándote que no vivimos en un cuento de hadas.
Y precisamente en esos momentos, la vil desdicha te propicia ese frio mazazo que te hace descubrir que no puedes dar nada por sentado, que un pequeño demonio anida, enjaulado, en cada rincon de la existencia esperando una oportunidad para escapar. Surgen las decepciones. Y es, en ese preciso instante, cuando venderías tu alma al Diablo por regresar a ese momento en el que, aun, no sabías de ese detalle que te angustia, cuando desconocías esa cruel evidencia. Deseas volver a esa cueva donde, sin ver el Sol eras, en parte, más feliz.
Porque en la ignorancia está la felicidad...
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